Santiago, como cualquier ciudad que guarde nuestros recuerdos gustativos, puede estar en cualquier parte. Cynthia Rodríguez cuenta aquí como encontró a Santiago de Compostela y a Caracas (Santiago de León de Caracas, por cierto), en una pastelería de Miami.




Santiago en Versailles


Hay costumbres que cobran nuevos sentidos cuando empiezas a descubrir cómo se llaman en otros idiomas. Desde siempre me ha gustado vitrinear. Eso que uno hace cuando camina por una calle comercial y se va parando local tras local a ver qué hay exhibido en los escaparates de las tiendas. Nada tiene que ver con mi interés en comprar algo puntual, que si es esta la misión que me he planteado, lo que voy es en modo cacería: entro, pregunto y quiero encontrar rápido. No, vitrinear es otra cosa. Es un placer más ligado a la curiosidad, a descubrir cosas que no necesariamente me interesan, pero que junto a otras, puestas en un exhibidor, me dicen algo más. Que tienen una narrativa, casi.

Como inmigrante viviendo en francés he tenido que aprender cómo se llaman muchas de mis costumbres en esta lengua adoptiva que hablo no sin dificultad. Y recuerdo que cuando descubrí que vitrinear aquí se dice “lèche vitrine” (lamer vitrinas) me hizo bastante ruido. No sé si es que me dio un poco de grima lo de imaginarme pasándole la lengua a una vitrina, pero por alguna razón esa expresión no se me quedaba. Como si al rechazar la idea en su literalidad, la memoria se me bloqueara.

Pero hace unos pocos días una serie de coincidencias me hicieron replantearme la expresión y entonces logró instalarse, ya no solo en la memoria, donde la necesito para poder expresarme mejor por aquí, sino en el afecto, donde todo tiene más y mejor sentido.

Estábamos de visita en Miami, esa ciudad donde ahora se dan, para muchos de los venezolanos y latinoamericanos regados por el mundo, los encuentros y también las coincidencias que antes vivíamos en casa. Más allá del placer innegable de inhalar por unos pocos días un aire más parecido a aquél con el que mis pulmones aprendieron a respirar y de reencontrarme con familia y amigos queridos, me hizo bien saber que nuestra comida se expande y que hay cada vez más inmigrantes preparando y sirviendo platos con nuestros sabores a coterráneos y extranjeros. Pero curiosamente no fue en un local venezolano donde tuve mi revelación. Fue en Versailles, el bastión de los cubanos en el exilio mayamero, donde por fin entendí lo que significa “lèche vitrine”.

vitrina de dulces

Fundado en 1971 por Felipe A. Vals, este lugar es probablemente el establecimiento de comida cubana más famoso del mundo. Pero siempre oímos hablar de él por el asunto político y casi nunca por lo que se pone en sus mesas. Y vaya si este aspecto merece también (o incluso más) atención.

Versailles tiene tres áreas: primero está el restaurant, donde entre flores, espejos, molduras y estatuas puede uno sentarse a deleitar las papilas con platos como la vaca frita, el famoso lechón asado o la deliciosa ropa vieja. Aquí lo sencillo de la sazón latina se vuelve festín: el arroz blanco tiene ese gusto que solo una abuela sabe poner. Después está la famosa “ventanita”, donde la gente viene a buscar sus encargos para llevar y, según me cuentan, en los días de “frío” (o sea, cuando el termómetro baja de los 20 grados Celsius), se despachan abundantes churros con chocolate (y bueno, viviendo en Canadá, todo esto me da un poco de ternura). Por último, está la famosa “bakery”, que tantas veces he visto en reseñada en programas, pero a la que hasta ahora (y probablemente por eso mismo) nunca había prestado atención.

El primer ingrediente que se nota al entrar aquí es el más latino de todos: la bulla. Un escándalo de acentos y chocar de platos y cucharitas te asalta instantáneamente. Súmale a esto ese perfume que guardas en tu memoria bajo la etiqueta “panadería” (esa mezcla de horno, grasa, café, jugo de naranja  y abundante azúcar) y el español hablado en todos sus acentos disponibles y tendrás un fuerte baño de “estar en casa”.

Pero lo bueno está justo un paso más allá. Frente a ti, mientras buscas mesa, se despliega una vitrina en la que todo merece un minuto de atención. Porque mirar la vitrina de dulces de Versailles es querer poner en práctica aquello del “lèche vitrine”. Palmeras, palmeritas, lenguas de suegra, polvorosas, milhojas, tartaletas, los famosísimos pastelitos de guayaba con queso crema, acarameladas tortas de varios pisos, tres leches, flanes, todas las formas dulces que toma el coco, arroz con leche… Todo eso con lo que creciste, que hacía rato no veías ni olías de forma tan contundente, está ahí. Fresco, fresquito, “del día”, mientras una señora te dice “dime mi amor, ¿qué te sirvo?”. Y tú que tienes ya rato creyéndote adaptada a la vida afuera, tienes ganas de llorar, abrazar a la señora y pedirle que te sirva de todo, porque no sabes qué escoger.

Tras un buen rato de indecisión y mientras despachaban a la no poco abundante clientela que se despliega permanentemente frente al mostrador, me decido por una tarta de Santiago y un mantecado, una pasta española que probé hace añales, que es como nuestra polvorosa pero más salada y compacta y aquí tiene un punto de mermelada de guayaba en el centro. Su textura es absolutamente adictiva (menos mal que sólo pedí uno) y el pegostico de guayaba no llega a empalagar pero te hace querer café.

La tarta de Santiago es otra cosa. Este almendrado dulce gallego de la edad media es el postre más conocido de la Ruta Jacobea y se llama así porque la distingue, entre el azúcar molida que la recubre, la silueta de la cruz de Santiago.

La había comido infinidad de veces y por eso la pedí. Rica y húmeda como estaba, generosa en sabor a almendras, no demasiado dulce… volver a probarla fue no sólo transportarme a todas esas meriendas caraqueñas, sino específicamente a La Candelaria, la zona en la que nací y una de las más queridas de mi niñez, donde abundaban las pastelerías españolas y que definitivamente formó este paladar almendrero.

Recordé aquellas vitrinas y cómo entonces, cuando mi estatura me lo permitía, me pegaba a ver lo que contenían, casi con ganas de pasar la lengua, mientras mi abuela encargaba los famosos polvorones para las fiestas en casa y algún animalito de mazapán para distraerme. Recordé las luces, los olores y los acentos, las conversaciones llenando el aire, recordé las cajitas de cartón blanco, amarradas con una cinta roja, como regalos que me moría por abrir una vez llegáramos a casa.

Me imagino que la sensación que me produjo la pastelería de Versailles debe repetirse cada tanto entre los muchísimos inmigrantes latinoamericanos que la visitan con frecuencia. Probablemente para los radicados en la tan latina Miami no signifique tanto, habituados como están a vivir un poco en el país que han dejado atrás, pues la verdad es que el paisaje en esa ciudad es cada vez más el de una especie de capital multicultural en la que nuestra identidad es tan fuerte que solo a ratos recuerda uno que en realidad está en suelo estadounidense.

Pero para quienes venimos de otras partes, de ciudades no tan cercanas a ese paisaje y de climas más hostiles, lo que se siente es como un abrazo apretado que te sorprende y recibes con cariño.

No pude evitar pensar que para muchos cubano-mayameros, sobre todo los de segunda y tercera generación Versailles debe ser el lugar donde probaron por primera vez los sabores de su país de origen y que hoy en día ya esto empieza a ser un poco así para muchos venezolanos. Alegra siempre descubrir lugares donde aquello que dejaste atrás sigue estando vivo. Donde la nostalgia tiene otros nombres y se puede pedir para llevar. Al menos a mí, saber que esa vitrina llena de los dulces de mi niñez está allí, me da cierta paz y me ayuda a seguir adelante.

 

Tarta de Santiago


Esta receta es del blog La cocina de Fabrisa, y la transcribo tal cual como la encontré porque ella escribe tan sabroso como cocina.
Ingredientes

400 gr. de azúcar común
400 gr. de almendra molida o entera
4 huevos grandes (o 5 medianos)
1 copa de coñac, brandy o licor de orujo del sabor que te guste. (75 ml, puede ser más si te gusta con un sabor más marcado)
50 gr. de azúcar glas para la decoración.
un molde de CRUZ de Santiago*
Instrucciones
Ponemos a precalentar el horno a 170º C (350º F) en función ventilador y calor abajo ya que la preparación de la tarta es muy rápida y así vamos adelantando.
Forramos un molde que consideremos apropiado (mejor bajo y desmontable) y recortamos la medida del fondo en un círculo de papel vegetal que colocaremos en el fondo del molde sobre pequeños pegotitos de mantequilla para que el papel pegue mejor. Enmantequillamos los laterales . Reservamos.
Si has comprado la almendra entera, puedes molerla en casa, yo la muelo en la Thermomix. A mí me gusta que quede con una textura irregular y encontrarme pequeñísimos trozos de almendra en la textura de la tarta. Reservamos.
Batimos el azúcar con los huevos hasta que blanqueen y a continuación añadimos el coñac. Para mí el coñac es el top de este dulce que ya es muy dulce de por sí y el coñac le da matices de sabor, impide que empalague, lo convierte en un bocado con significado, me parece casi tan imprescindible como la almendra. Eso sí, pon una copa de ese coñac que tienes guardado bajo 7 llaves y que solo utilizas en las grandes ocasiones, en la tarta de almendra se apreciará hasta la última gota.
Agregamos la almendra y revolvemos, aquí no hay que andar con mimo, ni con cuidado, nada se va a bajar, ni a subir, en el fondo es una pasta como de mazapán y por tanto, densa. Es la elaboración menos complicada que he visto en mi vida, no requiere ningún cuidado, os lo aseguro, yo la hago hace miles de años.
Volcamos la mezcla en el molde.
Introducimos la bandeja en el horno precalentado, durante aproximadamente 35 o 40 minutos. Vigilamos que se dore ligeramente la superficie que quedará suavemente crujiente y quebradiza, realmente es casi lo único que necesitamos que se dore, la miga, la parte de dentro debe quedar jugosa, apenas asustada por el calor del horno, pero es una mezcla de azúcar, huevos y almendra no necesita apenas cocción y no se la vamos a dar porque queremos preservar justamente esa humedad.
Retiramos del horno y dejamos enfriar. Desmolda.
Finalmente y con la tarta totalmente fría, pon el molde de la cruz de Santiago sobre la tarta y espolvorea azúcar glas y listo, la tarta más fácil del mundo entero y una de las más ricas, no lo dudes.

*En este link se puede bajar e imprimir la silueta de la cruz. Les recomiendo además el blog, que es una belleza.