Paledonia de papelón es la última receta de la serie de Recetas de Magia Blanca y Dulce que nos regala Alberto Lindner. Recetas contadas con historias de fantasía, nostalgia y amor.


Ese día el abuelo Jencaaz había amanecido inquieto. Daba vueltas por la casa vieja haciendo que la madera crujiera tras cada pisada. A lo lejos, la gente lo escuchaba como una letanía. Los clavos de la madera hacían su parte y agregaban al sonido de los pasos, otro más sonoro, metálico y fino. Agloj prestaba atención. Trataba de identificar el origen así como la sucesión de efectos en su mente. Con el ritmo componía suaves canciones que tarareaba entre sus labios.


Y con los sonidos llegaron los aromas. Primero fue el del mango verde cocinado con su concha, para hacer el manjar de mango; luego fue el de la guayaba madura que pone en agua caliente hasta que se deja vencer. Por último, el del papelón, un olor significativo que estaba intacto en su memoria. Agloj salió corriendo hacia el abuelo mago, que no detuvo su marcha a pesar de que Agloj intentó frenarlo con su pregunta:


– Abuelo, ¿no sientes los olores en la casa?


– No hija, no huelo a nada, solo estoy pensando. Por eso camino, algo está por pasar y no sé qué es.


Agloj pensó también que los olores que percibía se debían al roce de los pies del abuelo mago contra la madera cansada y rebosada de olores que por años habían estado en la cocina de la casa.


– ¿No hueles a papelón, abue?


– Los olores que a veces percibimos están en sintonía con los recuerdos que nos los evocan. Si estamos pensando en alguien ausente, es posible oler aquello que nos recuerda a esa persona.


– Mi mamá…


–  ¿Qué dijiste?


¡Me huele a mi mamá! Dijo casi gritando a la vez que corría a su cuarto a buscar el diario de su madre, que había escondido en su lugar secreto: justo detrás de un cuadro, ubicado a mano derecha del sillón que usa para leer en las tardes, pues la ventana en el lado opuesto permite la entrada de la cantidad de luz exacta para no encandilarse ni tener que forzar la vista.


Con mucho cuidado retiró el cuadro, que tenía a dos jinetes montados a caballo y uno a pie. «Esos son los tres poetas de la historia», recordó que decía su mamá. Agloj sacó con mucho cuidado su libro, que ahora brillaba por fuera como si estuviera encendido en fuego. Lo abrazó intensamente y todas las imágenes  de su madre comenzaron a brotar desde su memoria olvidada, inclusive recordó que aquel idioma extraño en el que cantaba canciones desconocidas, era el esperanto, un idioma creado y nacido a principios del siglo XIX, en la tierra de sus abuelos. Entendió que esperanto es «espero» en español, y que «espero», es esperanza en esperanto. Aquella esperanza que había tenido por años. La necesidad de recordar lo que sabía y había vivido de niña, le tenía que dar sentido a su vida.


– Todo tiene sentido ahora.


Entonces, con los ojos llenos de lágrimas, abrazó más fuerte el libro, repitiendo una y otra vez: «Mamá, te recuerdo ahora». Agloj ahora comprendía que todo tenía que ver:  las estrellas de cinco puntas que le pidió el abuelo, sus amigos del bosque que le mostraron los sabores y hasta las espigas del viento y sus atributos… Todo cuadraba perfectamente, como un acertijo descubierto. Ahora sabía quién era y de dónde venía. Mientras abrazaba el libro de la esperanza, recorría todas y cada una de las páginas de su interior. Era el diario que su madre había escrito cuando ella estaba en su vientre, el legado que quería dejarle para cuando se diera cuenta de que era una maga blanca. No tuvo la necesidad de abrirlo nuevamente porque sabía todo lo que decía, con una única excepción: la última página que su madre maga escribió después de ella nacer.


Agloj hizo exactamente lo que la primera vez dijo que no haría: leer primero la última página. Allí encontró que la última receta del libro escrito por su madre era la de «Paledonia de papelón».  En ese momento y en absoluto silencio, pues su abuelo ya no caminaba en el piso de abajo, Agloj cerró los ojos y dejó que las imágenes y recuerdos llegaran a su cabeza. Recordó que aprendió de su madre la magia blanca de hacer las recetas, el punto de fuego, el punto de melaza, el punto de mezcla, las grasas y las harinas.


Paledonia de Papelón


«Querida Olga, si quieres hacer esta receta mágica, debes preparar primero el melado de caña. Lo dejas reposar y es al día siguiente que vas a mezclar los ingredientes», le decía su madre entre recuerdos.


«Mamá usaba un cacharro metálico para mezclar los ingredientes y una paleta de madera. El cacharro era gris con el fondo negro curtido por el tiempo. Tenía un asa rota, pero servía para moverlo de una mesa a otra. La paleta era como del tamaño de un brazo. Me imagino que era para que el calor no quemara», se decía Agloj a sí misma, en silencio.


Finalmente Agloj abrió los ojos, que ya habían derramado miles de lágrimas. Tantas, que el abuelo tuvo que secar las escaleras de madera, pues bajaron como las olas y podían llegar a dañar los muebles de la sala. Con los ojos bien abiertos, volvió la vista a la página:


«Paledonia de papelón», decía el título escrito a mano. «Receta de magia blanca y dulce».


La niña leyó muy lentamente la única receta del libro cuyo contenido desconocía. La repasó y la volvió a leer y así nuevamente por horas, hasta que se borraron las letras, de tanto leerlas, quedando la hoja blanca. Las palabras estaban ahora bordadas en el alma de quien ama y recuerda a la vez.


– El mejor homenaje a MT será hacer la receta nuevamente, esa que no conozco. Agloj bajó por la escalera aun húmeda y encontró a su abuelo con el fregador en las manos, su sombrero negro de pico puesto, su bata blanca y su natural sonrisa. Estaba vestido de mago, como celebrando la ocasión.


– Las lágrimas también son buenas para aliviar la tristeza y el alma, Agloj.


El papelón es un derivado de lo dulce de la caña de azúcar que se cocina en grandes pailas y luego se endurecen como piedras. El primer proceso es devolver a la caña de azúcar la liquidez. Agloj consiguió en casa un papelón con forma de cono, del mismo tamaño de la paleta de madera. Lo puso en el cacharro junto a cuatro tazas de agua. El fuego medio, al hervir el agua, derrite al papelón y lo convierte en un melado dulce, suave, y manejable. Agloj decidió agregar en el hervor, todas las especias que le dieron nombre al abuelo. Para cuatro tazas de agua, añadió una cucharadita de canela, dos de jengibre, un cuarto de clavos de olor, un cuarto de nuez moscada y una de anís dulce.


Al enfriarse, Agloj filtró la mezcla para retirar palitos o abejas que caen en la paila, seducidas por el dulzor.


Al día siguiente, se recogen cuatro huevos frescos, de las gallinas del patio de la casa y se colocan sobre la mesa con todos los demás ingredientes. Primero se le agregan los huevos a la mezcla hasta que todo quede incorporado. Luego, desde una taza con ¾ de aceite, se agregan varios chorritos y la harina de trigo, en forma alterna. Agloj tuvo el cuidado de cernir la harina para que no formara grumos y para que los líquidos fueran absorbidos de mejor manera. Al primer cernido se le agregan una cucharadita de bicarbonato y dos de polvo de hornear. La cantidad de harina va a depender de lo líquido de la mezcla, así que Agloj recordó como decía su madre: «Se le agrega harina hasta que la mezcla haga pliegues al sacar la cuchara del interior».


«Esta es la mezcla base solo queda trabajar con imaginación», se dijo a sí misma.


Agloj sabía que se le puede colocar pasitas, ciruelas y frutos secos como la nuez o el maní. Esta vez, le puso solo pasitas negras. Luego colocó gentilmente el contenido en un molde y lo cocinó a 380ºF por una hora.



El olor inundó la casa. La masa, negra, crece con las harinas y se esponja. Los olores de la melaza de caña junto a las especias producen sensaciones mágicas en el olfato, y más cuando la probamos.


Agloj decidió celebrar su nuevo cumpleaños e invitó a su abuelo, a la Tía Maruja, y a sus amigos del bosque. En la puerta antes de entrar, los invitados pudieron leer: «Esperanto, espero, esperanza…»


Alberto.


PD: Estas seis entregas de «Recetas de Magia Blanca y Dulce», son un homenaje a mi madre, quien, sin dudas, fue una maga blanca.