Mandocas dulces de anís. Otra receta de Magia Blanca...


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Capítulo 2: Mandocas dulces de anís


Hoy, Olga Josefina cumple 15 años. Ya es una señorita. Y su abuelo orgulloso, el mago Jencaaz, tiene pensado darle una sorpresa: hoy será su iniciación como maga blanca y dulce.


Olga deberá escoger su alias, pues como saben, todo mago debe tener un segundo nombre. Ellos viven en un bosque, aunque propiamente no es tal, pues es tan virgen, que parece sacado de un cuento de la prehistoria.


El río que pasa por su casa se llama Tigre, y desemboca en uno de los caños del río Orinoco, en su camino al mar. Sus bordes están llenos de palmeras, de esas que producen aceites con los que el mago sabe hacer mantequillas.


-Querida nieta, hoy cumples 15 años y comienzas tu camino como maga blanca aprendiz.


-¡Qué maravilla abuelo! No me lo esperaba…


-¿Ya sabes cuál va a ser tu nombre de maga blanca?


-No, abuelo, aún no lo sé. Estoy tan emocionada, que creo que voy a llorar. Voy a salir a caminar a ver qué me inspira.


-Cuando vayamos al río ya debes saber tu nombre. ¿Quieres que te ayude?


-No, abuelito. Es un nombre que me va a acompañar, así que voy a buscarlo yo misma.


Y así, la joven salió a caminar por el bosque mágico. Durante el recorrido trataba de tener presente a su madre, pues este era un día especial. No recordaba mucho de ella, pero siempre que la pensaba, evocaba al anís.


El anís es una semilla que vino desde el oriente asiático hasta la costa del mediterráneo oriental. De allí lo deben haber traído los padres de su mamá que venían de Asia y de Europa.


Al cocinarse, el anís suelta unos aceites muy aromáticos que sirven para aliviar los gases que se forman en las tripas de las personas. Su abuelo Jencaaz, también lo usa para preparar bebidas que están prohibidas a los niños.


-Hola mamá, te recuerdo mucho hoy. Debo escoger un nombre para ser maga- susurró, entre lágrimas.


En ese momento pasó como a diez metros por encima de su cabeza, una hermosa águila de cabeza blanca, que no es usual en este bosque.


-Ahhh una Aglo…


Sabía que ese era un nombre en alguna lengua extrajera que no recordaba bien, pero con el que logró identificarse plenamente.


-Eso es. Me llamaré Agloj. Que es como decir, Olga al revés, y con la jota que es la voz en plural de las águilas y además es la jota de Josefina… ¡Perfecto…!


-Abue, mi avatar será: Agloj, el águila blanca.


-Excelente nombre, hija- dijo como quién no necesita tener más explicaciones porque sabe más de lo que aparenta.


Salieron entonces, abuelo y nieta a caminar al río Tigre. Conversaron, se bañaron, rieron. Y en cierto momento, Olga entonó una canción en un idioma extraño, pero el abuelo no dijo nada.


Al atardecer, regresaron.


Más tarde, susurró otra vez:


suno kiu lumigas

malvarmiganta suno

luno, kiu gastigas,

donu al ni vian protekton 


(sol que alumbra

sol que enfría

luna que abriga,

danos tu protección)


El recuerdo del olor y del sabor al anís no se había ido de la cabeza de Olga Josefina. Ya quería preparar algo con las semillas que tenía su abuelo en la cocina. Junto al recuerdo de las aromáticas semillas llegó la frase: “Mandocas dulces de anís”. Y así pudo recordar a su madre preparándolas en algún lugar del estado Zulia, muy lejos de donde vivían ahora.


Tomó una hoja de papel y escribió todo lo que se le vino a la mente, (así hacen los magos blancos y dulces que se dejan llevar por la inspiración y por la intuición). Revisó la cocina y comprobó que tenía casi todos los ingredientes: Colocó sobre la mesa harina de maíz, harina de trigo, semillas de anís, vainilla, sal y una pasta negra que salía del proceso de la caña de azúcar que se llamaba, melaza de caña.


Como aún le faltaban algunas cosas de las que había anotado, salió a ver que le ofrecía la naturaleza, no sin antes tomar el balde para el ordeño. Primero, buscó un plátano maduro en el sembradío y consiguió justo el que necesitaba: ese que tiene la concha negra pero está perfecto por dentro. Luego recogió un huevo fresco en la jaula de las gallinas y de allí se fue directo a donde la vaca.


Olga sabía ordeñar. Lo aprendió muy chica de su abuelo. Con las dos manos en las ubres, cantó nuevamente, en una secuencia rítmica acoplada con el sonido que produce el chorro cuando cae en el tobo de metal.


Regresó a la casa y volvió a verificar lo que tenía escrito. Antes empezar con la receta, Agloj tuvo que preparar queso cortado para sustituir uno que tenía su abuelo en la nevera.


-Lleva un litro de leche tibia, un poco de sal y se pone a fuego medio en la estufa. Se revuelve por diez minutos y se corta con un limón. Se revuelve por diez minutos más y se deja reposar- se dijo a sí misma, como para estar segura. Al enfriarse se pasa por un cedazo muy fino y se separan los sólidos y los líquidos, y así lo hizo.


También trituró el plátano maduro hasta hacer una pasta. Finalmente, mezcló primero los sólidos, las dos harinas, el anís, la sal, un poco de azúcar y revolvió. Luego colocó el huevo, el queso, más o menos una taza, la taza de leche tibia, el plátano en compota, y amasó hasta obtener una masa que no se pegaba en los dedos. Tuvo que agregar un poco de harina adicional, para que no se pegara tampoco en la vieja tabla de madera de su abuelo. La tabla estaba teñida de sueños y esperanzas; por eso, era tan bueno amasar en ella.


-Las mandocas de anís son como un abrazo, un sello, una alianza. Alivia, alegra, agradece..


Tomó una porción y recordó sus juegos de niña con plastilina haciendo tiras de masa. Una a una las estiró y suavemente la dobló y cerró en forma de lazo, como quien abraza.


Colocó en el fuego un sartén con aceite muy caliente y las frió hasta que se pusieron doradas, crujientes y aromáticas. El olor era fantástico que Jencaaz  fue hasta la cocina para saber qué estaba preparando.


-¿Qué cocinas, Agloj?


-Estoy haciendo las mandocas zulianas, con una receta que recordé.


-Uhmm, de la tierra de tu madre.


-¿Cuándo me vas a contar sobre ella, abue?


Jencaaz cerró los ojos como para contener las lágrimas. Respiró profundo y, sin abrir los ojos, le dijo que no tenía nada que decir.


Las mandocas dulces de anís quedaron doradas, crujientes por fuera y blanditas por dentro.


El sabor del plátano, el maíz y el anís estaban en equilibrio mágico, como debía ser.


Finalmente las colocó en una bandeja con servilletas de papel para retirar la grasa, a la vez que las espolvoreó con azúcar molida.


Ese día, Jencaaz invitó a los vecinos, que no eran magos, para compartir la magia de la primera receta que su nieta hacía sola.


Con las cantidades que usó, la joven maga obtuvo 30 mandocas.


Ese día también el cielo estuvo de fiesta.


Agloj recogió la cocina, la limpió y arregló. También volvió a colocar el queso cortado que iba a sustituir. Pero dejó olvidada su nota donde escribió los ingredientes de la receta. Esa noche, su abuelo Jencaaz se levantó a buscar agua para beber y vio el papel brillar en la oscuridad. Leyó en voz baja, como susurrando, pues sabía que al leerla, lo iba a encantar:


Mandocas dulces de anís



Ingredientes:



1 taza de harina de maíz.

1 taza de harina de trigo, pasada antes por el cernidor.

1 huevo fresco.

1 cucharadita de anís. (Mejor si hacemos una infusión en la taza de leche que lleva y deja enfriar)

1 taza de leche tibia. (Puede tener el anís)

6 cucharadas de aceite.

3 cucharadas de azúcar.

Azúcar para espolvorear encima al gusto.

4 cucharadas de melaza de caña.

Pizca de sal.

1 cucharadita de bicarbonato.

1 cucharadita de vainilla.

1 taza de queso cortado de leche, de más de un día de preparado.

Amor. (El abuelo se estremeció al leer el último de los ingredientes).


Continuará...


Alberto Lindner comparte, inventa y cuenta deliciosas recetas en su blog: www.cocinardepie.blogspot.com


Foto: Javier Volcán @jdvolcan