Cuando murió, mi abuela aparentaba 105 años, pero sólo tenía 80: su manía de abrigarse con gorro y bufanda en pleno calor tropical, la hacía lucir friolenta y disminuida. Quizás por eso amaba tanto la cocina: sólo allí, cerca del fuego, se sentía a gusto; en ese lugar lucía ágil y segura de sus dominios en vez de lenta y desvalida; en ese lugar batía a las cremas, sazonaba carnes y copiaba recetas en un cuaderno que guardó con celo durante décadas.

De niña la vi preparar muchas veces arroz glasé, prontohecho y quesillo que eran mis dulces preferidos, y ahora me imagino como la niña impaciente y golosa que fui, esperando que sus manos hicieran el milagro. Pero ella me enseñó que la cocina es paciencia y tacto. Y para hacer el merengue perfecto había que palpar con la punta de los dedos una gota de caramelo caliente en una taza de agua fría, ese era el punto justo en el que yo podría agregarlo “en hilos”, cucharada por cucharada, a las claras que ella batía con un tenedor y la potencia de su brazo: una extremidad débil para cualquier tarea cotidiana, pero incansable cuando había que convertir claras de huevo en esponjosas nubes blancas. Si eso no era magia, ¿qué era?

De ella aprendí la importancia de los detalles en la cocina: la exactitud en las medidas, la importancia de colar, cernir, lavar, desinfectar, mezclar, esos verbos que me aburrían porque yo quería pasar a la acción y aquello me parecía perder el tiempo. Recuerdo que me exasperaba esa meticulosidad que hoy entiendo perfectamente.

Pero volvamos a su cuaderno de recetas. El que fuera, creo yo, el objeto más codiciado de su herencia: allí estaban los secretos de su sazón, anotados de su puño. Lo recuerdo como si lo tuviera enfrente: grande y gris oscuro, con hojas a rayas. Un día tropecé con él en casa de una tía. Reconocí su aspecto enseguida: “¡El cuaderno de mi abuela!”, pensé que tenía en mis manos el santo Grial. De inmediato empecé a hojearlo, y efectivamente, ahí estaba su caligrafía palmer sobre páginas amarillentas.

Emocionada, me detuve en cada hoja y leí títulos subrayados: “Pollo a la naranja”, “Chantillí de fresa”, “Torta de chocolate”. Ninguna me era familiar. Seguí con rapidez buscando las recetas de la polvorosa de pollo, el pan de cambur, el arroz con leche, la polenta, del mousse de guayaba o de parchita. Nada. No había en esas páginas una sola de sus recetas “memorables”.

Mi tía me encontró con la reliquia en las manos. Y esbozó una sonrisa al verme la tristeza en la cara: “Lo sé, no está ninguna de sus recetas”, dijo, como leyendo mi mente. Y yo asentí todavía perpleja. No era la única aplastada por la decepción.

Mi abuela sabía de memoria cada uno de sus platos y no necesitaba ningún recetario, ni siquiera el suyo, el que había trazado durante más de treinta años. Las recetas que anotaba eran justamente las que nunca había preparado: páginas y páginas con listas de ingredientes y procedimientos que esperaron, sin éxito, la magia de su sazón.

De mi abuela aprendí que la cocina también es una receta que siempre está por escribirse.