Un día cualquiera, Agloj se encontraba sentada en la puerta de la casa. Estaba un poco pensativa. Su abuelo Jencaaz, que venía del huerto, le preguntó:


 –  Querida nieta, ¿qué te pasa hoy?


–  Sí, estoy un poco confundida. He tratado de hacer un dulce de cáscaras de naranja que me enseño la Tía Maruja, pero no hay forma de quitarle el sabor amargo. He probado con todo lo que ella me dijo y no obtengo ningún resultado.


–  ¿Qué has averiguado de los sabores, sabes cuantos son más o menos?


–  Me encanta el dulce. También entiendo del uso de la sal para resaltar los sabores. Conozco el ácido de las frutas, (que a veces decimos que están dulces). Y entiendo el amargo, pero no se para qué existe.


– Tú conoces el chocolate, ¿sabes que viene del cacao? El sabor del cacao es amargo y sin embargo se puede hacer un dulce maravilloso con él, que es el chocolate. También conoces el café, que es amargo también. Algunos lo endulzan para beberlo aunque podemos conseguir sensaciones maravillosas tomando el café amargo, si nos acostumbramos. ¿Por qué debemos pensar en cambiarlo todo? La cáscara de la naranja es amarga. ¿Qué puedes aprender del chocolate y el café?


– Qué sabio eres abue. Si hago las cosas siempre de la misma forma, no puedo obtener resultados distintos. Ya veo que no se trata de cambiar a la naranja, sino de hacer cosas distintas con el amargor de su cáscara.


 – Exactamente. Lo has dicho desde lo que ves y lo que sientes, no desde lo que dicen o lees. Te voy a dar un libro que era de tu mamá, pues creo que ya tienes edad para tenerlo y cuidarlo. Ahí vas a conseguir todo lo que quieres saber de ella y que tanto me has preguntado: es su diario, escrito como recetas de cocina.


Agloj no pudo decir ni una palabra más y siguió a su abuelo hasta el estudio. Generalmente estaba cerrado pues los animales de la noche suelen hacer travesuras y se comen todo lo que sea de papel.


En el estudio había un viejo baúl, de esos como los que se traían los inmigrantes de Europa con las pocas cosas que llegaban a salvar. Era negro, reforzado en sus bordes con chapas de hierro dobladas en ele, pero ya con la marca y el óxido del tiempo. No era fácil distinguir de qué material era, pero parecía de madera pintada ya un poco descolorada y desconchada. En la tapa tenía un gran candado gris, donde se apreciaba el hueco de la llave, por lo grande.


Era de esos candados de acero, robustos y seguros. El abuelo Jencaaz se descolgó del cuello una cadena que en su extremo tenía una llave y lo abrió. La tapa del baúl crujió como si despertara de un viejo y largo sueño.


En el interior había muchas cosas que Agloj se apuró a ver, pero con la misma rapidez, su abuelo retiró un viejo libro y cerró la tapa colocando nuevamente el candado.


El libro era grande, como los que se usan para escribir magia. Estaba empastado en cuero, con adornos labrados en color dorado. En la portada tenía un marco de plata con filigrana muy delicada y en el centro del marco se observaban dos letras entrelazadas: una M y una T.


– MT, así se llamaba mi mamá.


Las manos le temblaban. El libro era  tan pesado como los dos kilos de naranja que tenía en la cocina para hacer el postre. Estaba cerrado y tenía una aldaba plana, también de plata, con dos agujeros que calzaba en dos puntas de la contratapa. Las separó y abrió la primera hoja…


«Las cuatro formas de volar», leyó en español.


No había dibujos, ni recetas sino una frase que parecía un poema:


Dolĉa, kiel mielo, serĉu la kolibro

saleta, kiel la maro, serĉante la blankan pelikinon

acida, kiel citrono, serĉas la Turpian

maldolĉa, kiel kakao, serĉas la sciuron


Agloj sabía que había aprendido de su madre este idioma extraño y mientras pasaba sus dedos por cada letra, pudo entender lo que estaba escrito:


Dulce, como la miel, busca al colibrí.


Salado, como el mar, busca al pelícano blanco.


Ácido, como el limón, busca al turpial.


Amargo, como el cacao, busca a la ardilla.


Agloj cerró el libro y lo abrazó. Era su primer contacto con su madre a través de algo tangible, no solo recuerdos. No leyó más. Comprendió que leer su diario le iba a mostrar quién era ella. No leyó la última página, aunque tuvo ganas de hacerlo. Cada página del libro era de cartón, como el que se usa para colocar fotos en un portarretratos o para enmarcar cuadros con vidrio.


Sabía que en ese libro mágico iba a obtener respuestas de su familia y de ella. Y así, lo guardó en el lugar más seguro de su cuarto y corrió al bosque para invocar a los animales de los versos,


– Queridos amigos, vengan a conversar conmigo: hermano colibrí, hermano pelícano, hermano turpial y hermana ardilla.


Uno a uno fueron llegando, tres de ellos volando y la ardilla corriendo. Al estar todos les dijo:


– Necesito encontrar respuestas. Quiero usar la amarga concha de la naranja en un dulce.


– Los pájaros de bosque no distinguen el sabor dulce con la excepción de nosotros los colibríes. Mi vuelo es extraño, puedo aletear 14 veces en un segundo, lo que hace que pueda estar quieta en un punto sin caerme. No soy nerviosa, es solo mi naturaleza. La abeja también vuela y sabe extraer el néctar de las flores y producir la miel. Lo dulce nos hace felices, le da sentido a volar.


 La abeja, que también había llegado al encuentro, asentía con la cabeza.


«Es solo mi naturaleza», repitió Agloj.


 – Yo prefiero lo salado, dijo el gran pelícano blanco. Como de los frutos de mar y la sal es necesaria para la salud. Mi secreto es que la sal hace sobresalir los sabores. El dulce es mejor cuando le pones un toque de sal.  Yo vuelo alto y me lanzo en picada para entrar en el agua salada, que luego me hace flotar.


– Los opuestos se complementan, reflexionó en voz alta la maga.


Le tocaba el turno al turpial.


– Yo prefiero picar las frutas como a la naranja, que es ácida y dulce por dentro. No me como la concha que cae al piso y se pudre sirviendo de alimento a los propios árboles o dejando que sus semillas se reproduzcan. El ácido es bueno en la comida: recuerda el vinagre, el limón, y la naranja misma. También se mezclan con los dulces y crean sabores deliciosos. Mi vuelo es fantástico; mi color amarillo recuerda a los rayos de sol en el amanecer.


– Se puede ser amargo y dulce a la vez, repitió a sí misma, la maga.


Y finalmente intervino la ardilla.


 – Yo no soy un ave. Sin embargo he aprendido a volar. Me paso de árbol en árbol y mi panza se abre como un plato y puedo planear. Eso me permite pasar de uno a uno sin caer al piso. A diferencia del turpial, me gusta la cáscara.


– Para ser mago blanco hay que aprender nuevas formas de volar, y dependiendo del vuelo, se usa lo dulce, salado, ácido o amargo–  dijo Agloj a los presentes, como quien ha aprendido algo importante y lo repite para que no se le olvide. Existen esos cuatro sabores y ya sé también que más de la mitad de lo que sabe, es a lo que huele. Son los secretos de la cocina. Pero hoy, escuchándolos, puedo ver que los sabores también conviven unos con otros. Entonces me doy cuenta de que hay una quinta forma de volar: y es hacerlo con todos. Respetando el amargo de la naranja, danzando con el ácido y dulce de su interior, endulzando los medios de cocinar y añadiendo un toque de sal para resaltar el producto. (A esta Maga a veces le parecía que lo que aprendía en la cocina, tenía que ver con la vida también).


Agloj agradeció a sus amigos del bosque y corrió a la cocina a preparar de nuevo la receta de la Tía Maruja, pero esta vez con los secretos de los animales y del diario mágico de MT. Ya en la cocina, separó lo necesario y comenzó.



Cascos de naranja (receta)


Seleccionó una a una las naranjas que iba a usar, como dos kilos. Una a una los pasó por el rallador para eliminarles el brillo y favorecer la cocción. Las lavó bien y,  luego de partirlas en dos, les extrajo el jugo. Todas las medias naranjas fueron colocadas con un toque de bicarbonato (dicen que ayuda a ablandar), en una olla grande que llenó de agua hasta tapar las mitades. Así, hirvieron por dos horas. Al enfriarse, les cambió el agua y las colocó en la nevera.


Durante cuatro días y sus noches, Agloj cambió el agua por agua fresca y nueva, comprimiendo las frutas con un pasapurés para eliminar un poco el amargo. Al cuarto día, Agloj probó la consistencia y lo amargo, y supo que estaba lista para la cocción final.


Esta vez cortó las mitades en finos pedazos como tiritas. Tapó con agua los dos kilos de cáscaras y lo llevó a hervor. Poco a poco agregó cuatro tazas de azúcar (la mitad del peso de la naranja, en azúcar), y cuatro cucharas de melaza de caña, así como media cucharadita de sal. Tuvo cuidado en no pasar demasiado la paleta en la olla para evita que se rompieran las cáscaras.

        
 – Cuatro sabores y una fruta, son suficientes para hacer magia.


Con este postre, Agloj nunca olvidó la diferencia. Ahora habla de los cinco sabores al igual que de los elementos que convoca al cocinar: del agua, lo salado; del fuego, lo ácido, de la tierra, lo amargo; del aire, lo dulce, y por último, el quinto, el de todos juntos.  Así es este dulce, el quinto elemento…


Referencias bibliográficas y fuentes: