La mayoría de las recetas familiares se aprenden de tanto verlas. Quien realmente ama la cocina y creció en una casa en la que se usaban los fogones y las ollas, tiene en su memoria guardados no sólo ingredientes y cantidades, sino olores, movimientos, ritmos y gestos que difícilmente se hallen descritos en un recetario de cocina, por bueno y completo que sea.

Yo sufro cada vez que alguien me pregunta cómo hacer tortilla española. No porque no lo quiera compartir. La receta es sencilla y sin embargo yo no logro dictar las cantidades exactas de los ingredientes ¿por qué? Porque hay muchas variables y todas cuentan: la sartén que tengas, el tamaño de las papas, el tamaño de los huevos… “¿Y cómo haces para que te salga tan suavecita?” Pues no es que no se lo quiera contar a quien me pregunta, es que no lo sé. Yo simplemente un día, en uno de esos ataques de nostalgia que sólo se curan con comida, quise hacer una tortilla. Y la hice.

No tenía la receta escrita ni llamé a casa de mis padres, simplemente me dejé llevar por el instinto. Cuando ya la mezcla estaba en la sartén y mi cocina comenzó a oler igual que la de mi mamá y la de mi abuela, sabía que había acertado. Para mi felicidad y la de la gente a la que quiero y con quienes la comparto cada vez que puedo.

Pero no me pasó lo mismo cuando intenté hacer las rosquillas o la torta de mantequilla de mi abuela. La repostería requiere un poco más que una memoria gustativa. Hay que manejar gramos y mililitros, temperaturas y tiempos. Por eso es importante anotar. Mi prima y yo lo hicimos, menos mal. Con nuestra letra de niñas, ya no recuerdo si por iniciativa propia o de mi abuela, pero anotadas están.

Las hojas, décadas después, tienen salpicaduras de mantequilla, extracto de vainilla o gotas de masa, como las páginas de cualquier buen recetario. De esos que sí se usan, no de los que se tienen de adorno en casa. Y eso, a mi parecer, las hace aún más valiosas.

Hoy que mi abuela no está, pienso en que he podido preguntarle y anotar tantas otras cosas que me serían útiles en la cocina y seguramente un poco más allá, pero me consuela ver esas hojas de cuaderno, escritas en bolígrafo azul y saber que ella ha transcendido a través de ellas.

Esa es precisamente una de las cosas que más me gustan de la escritura y que más me anima a promoverla: que así como nos ayuda a conservar recuerdos y tradiciones, nos permite transcender.

Si tenemos la oportunidad de anotar las recetas tradicionales de la familia o las que nosotros mismos hemos hecho tradición, no nos neguemos esa dicha de mantener viva la memoria a través de los sabores, ni tampoco privemos de ello a las próximas generaciones de nuestra familia.

Lo más enriquecedor de todo será, seguramente, las conversaciones que hacer este recetario propicie.

Además de anotar ingredientes y procedimientos, propongámonos hacer algunas precisiones, como describir texturas, movimientos, cómo escoger o cómo deben estar ciertos ingredientes, qué hacer si pasa esto o aquello y cómo resolverlo. Ni se diga si además procuramos apuntar de dónde proviene la receta o cualquier anécdota que esté vinculada a ella y valga la pena conservar. También podríamos considerar acompañarlas con fotografías o dibujos, e involucrar a distintos miembros de la familia, según edades y habilidades.

No hay que pretender ser Laura Esquivel, la autora de Como Agua para Chocolate, o cualquiera de tantos buenos narradores de historias relacionadas con cocinas y tradiciones, para sentarse a escribir sobre los sabores de la familia (aunque leerlos sí puede resultar muy inspirador). Intentar hacer lo más sencillo, que es no dejar que se pierdan las recetas, es ya un maravilloso regalo que nos podemos hacer a nosotros mismos y a quienes vendrán después.